Sensación Térmica
El pop art instaló la banalidad de la vida cotidiana como tópico central de su discurso visual. Su contracara, la fiesta siniestra de la modernidad, construye y celebra la invisibilización de la tragedia contemporánea -aunque no pocas veces por sus hendijas es posible vislumbrar la catástrofe humana, que todo lo vuelve doblemente fútil. La quebradiza normalidad, en apariencia sin fisuras, que habitamos, está acechada por las guerras -simbólicas y de las otras- que hacen que el paraíso propuesto a los sujetos capturados en su lógica imperceptible –nosotros- refulja en un instante de peligro: el de la muerte, el de su anuncio, el de su inminencia. Ese instante terrible, abismal, abre la ocasión para el arte.
La historia muestra que el infierno no está en el submundo, como quería la imaginación religiosa, sino en la superficie. Es decir, aquí y ahora. Su régimen de visibilidad se superpone con la configuración general del presente en su más plena materialidad mundana. Es tarea del arte –y por ende, de la memoria- configurar la imagen del mundo actual aunque sea a partir de sus restos bajo la forma de una ruina significativa. Aunque su modo más eficaz no sea, paradójicamente –y acaso allí redunde la esencia del arte, su por qué- la
mimesis, la ilusión representativa realista, sino su quiebre: su desmaterialización conceptual, que engarza con la liberación de los objetos de su prisión concreta. Los objetos aparecen ahora con la contundencia de meros objetos disponibles para la construcción de nuevos sentidos que los hacen ser lo otro de sí mismos. Todo deviene metáfora negativa que alberga el mundo. Y, no pocas veces, es solo metáfora caída, metáfora que ha perdido su referencia, y queda boyando sin hallar su sentido. Es el fin de la alegorización
del mundo.
Sensación Térmica es una obra sincrética que recoge esa situación; en su devenir articula danza, performance e instalación audiovisual invitando a la indagación por nuevas formas de teatralidad. En un espacio acotado –una pileta de lona casera colocada a ras del piso, en la que suceden eventos específicamente coreográficos- se producen escenas que replican el lenguaje aleatorio del sueño. No sin cierta lógica ajustada, el soñador (un hombre con muletas asistido por su perro, figura ambigua, excluida del proscenio, que contempla con perplejidad sus creaciones), indaga con sus rodeos las claves secretas de lo que se muestra ante sus ojos como la fiesta trivial de su propia vida, hecha de retazos mal cosidos, constituyendo enigmas expresados en el críptico lenguaje de los cuerpos que alcanza una rara, ajustada resolución. La intromisión, a manera de un cielo por momentos pesadillesco, de imágenes virtuales y discursos que convocan la historia contemporánea, vuelve raramente política la danza colectiva de figuras humanas y objetos –pelotas inflables de playa- que rastrean en el espacio nuevas relaciones de simbiosis, de puja, de distanciamiento, sin lograr romper el cerco de su prisión
imaginaria.
Clara puesta en escena con aires pop, Sensación Térmica postula el sueño de una noche de verano como la melancólica –pero no por ello menos vital, y por momentos turbia- reflexión sobre el tiempo, el espacio, la equívoca labilidad de los múltiples puntos de vista con que miramos el mundo. Y el momento de peligro ante el cual solo restaña algo del orden de la verdad, la poesía inesperada del diálogo de los cuerpos, mudos por definición.
El hombre en muletas, acompañado por su lazarillo –un perro ciego- contempla con enojo, indiferencia, diversión o curiosidad las escenas que sabe traman su deseo secreto de una vida que ya no está sino en un pasado que se le aparece como fantasmagoría, como sueño demasiado real. Nueve figuras masculinas y femeninas pujan por disputar el espacio de aquella pileta en la que él ya no se puede zambullir, en aquel verano calmo y soleado, aunque preñado de tempestad. La pesadilla de la historia desagrega el cielo plácido contra el cual despliega sus figurantes metafóricos: la guerra, el horror, la mera vida apresada en las urbes, es una posibilidad demasiado real que no puede ser del todo conjurada con las artes de la ensoñación. Por lo cual sus personajes casi totalmente emancipados de su dominio acometen una y otra vez reyertas en las que apelan a sus armas físicas con destreza y tesón. Hay cuerpos semidesnudos que en su frenesí se rozan, pujan, se alían para desplazar a otros, se seducen, juegan, se tensan, desaparecen. Al clima por momentos circense suceden formas de teatralidad con aires de tragedia que no encuentra su verbo sino en la guerra de posiciones que llamamos danza, ese
lenguaje críptico que inventan todas las culturas para celebrar la sacralidad del cuerpo. En ese caso, sus trincheras son establecidas por el espacio, breve y saturado, de la pileta y el ambiente plácido, playero, de cielos diáfanos, constituidos por la mirada del paseante en muletas.
Pero hay un personaje que en un momento cúlmine resquebraja el pacto de representación establecido con el espectador, que ha aceptado la convención que se le ofrece, y que amenaza con desmoronar toda la obra. Una de las figuras femeninas interpela al público, grita, insulta, reclama ser liberada con un desgarrador “¡sáquenme de acá, hijos de puta!”. Es el punto máximo al que puede llegar toda ficción, su misteriosa matriz animista, aquel en el que los personajes cobran autonomía y exigen su derecho a la existencia por fuera de
las veleidades y designios de su creador. Todo cae, por un instante pánico, casi intolerable, en el marasmo de la incertidumbre sobre el estatuto de realidad convencional. Pero rápidamente –sino, no habría mundo- se restituye el juego pactado de los cuerpos que articulan su lenguaje físico para intentar decir su ser en el orbe, fantasmagórico y real.
Podría decirse que estamos ante una alegoría de la virtualidad actual que, como en un sistema de espejos enfrentados, trama múltiples dimensiones en un montaje que no logra salir de su propia cárcel imaginaria; aquello que Heidegger nombró “La era del mundo como imagen”, en una caracterización que atinge más que nunca a nuestra estricta contemporaneidad.
Sin embargo, todo cobra otro sesgo si se piensa en la mirada del perro ciego que asiste a toda la escena. ¿Por qué está allí? ¿Cuál es su percepción del sueño soñado por otros (su amo, sus creaturas, o nosotros, los espectadores)? La respuesta parece simple: el animal es el único elemento estrictamente perteneciente a la mera naturaleza, el único ser viviente no humano que participa en forma activa de la comedia sarcástica y fatal de su amo a la que solo puede concebir como un grupo de sombras, de olores, de sonidos sin sentido, como un mundo ancho y ajeno. La ilusión de una Naturaleza domesticada que replica nuestras concepciones se ve perturbada al extremocon su simple presencia animal, exenta de ademán teatral, de voluntad de representación. Es lo real que irrumpe y nos recuerda que estamos ante la comedia trágica de nuestras vidas. Y que siempre algo del misterio del devenir baila como sombra de una sombra en nuestro cuerpo, aún en un día de playa, inocuo, acaso banal, tórrido, desesperante.
Guillermo David