Parangolé
Guillermo David
¿Cuál es el sujeto de una performance? ¿A qué dimensión es enviada la subjetividad descoyuntada que dio origen -al mismo tiempo que se volvió su objeto de investigación- a esta disciplina artística? Ya no se trata del mero Yo, claramente. No al menos bajo la presunción de que sus postulados ejercen su soberanía plena sobre el mundo ante el cual se muestran ajenos, objetivos y gobernables. Porque el mundo y el yo están descarriados, desencajados, fuera de quicio. De modo que no hay objetividad posible en el yo -además de que siempre hay otro. Siempre el yo es un Otro. Y el otro de ese Otro no es nunca un sí mismo. Y casi siempre, como decía Rimbaud, el “yo” resultante del juego de espejos de la existencia es odioso. Pero entonces: ¿quién “habla” en la performance? ¿Quién enuncia qué? La “carne videodramática” (Teresa Macrì dixit) que protagoniza las acciones –ya individuales, ya colectivas- prescinde de una lengua que no puede decir su verdad, solo apenas mostrar las paradojas de su ser en el mundo. No hay, pues, representación, solo presentación, presencia demudada y en flujo: el lenguaje de la danza aparece allí donde la palabra debe callar.
Hace medio siglo Hélio Oiticica llamó Parangolé a la conversación entre los cuerpos abandonados por las metrópolis y la basura metonímica que oficiaba de soporte material para aquellas vidas fragilizadas. Sus acciones mostraban cuerpos retorciéndose dentro de bolsas de arpillera que eran hábitat y maquinaria de apresamiento, de reparo y contención carcelaria al aire libre, nunca del todo libre. La nueva ecología del desastre que construían sus héroes (“Seja marginal, seja heroi”) como estrategia de sobrevivencia requería un lenguaje que no podía ser el de las ciencias sociales, que en su afán inquisitorial vuelve objetos a los ángeles caídos. La sociología, la antropología, la psicología presentaban sus “casos” con el lenguaje aséptico de pretensión valorativa neutra despojando a sus sujetos devenidos objeto de voluntad de acción, de voz y autarquía. Esa expropiación de su identidad ya de por sí fragilizada los volvía entes entregados a la anomia más radical que pueda imaginarse. Las ciencias “humanas” eran el lenguaje de la deshumanización: movimiento análogo al de la ciudad que hacía de la anomia maquínica el resultado de su dispositivo de encuadre de cuerpos y captura de almas.
Pero allí estaba la danza, ocasión última, límite físico, espacio críptico y transparente al mismo tiempo que lograba decir su propia indecibilidad: la radical mudez de los cuerpos abandonados a una deriva sin sentido por un mundo que los rechaza formulaba la crítica que las “humanidades” callaban. Aquellos cuerpos condenados a habitar en los intersticios sociales, cuya primera condición era la invisibilidad, devenidos detritus indeseable, debían apelar a un lenguaje dramático singular. Había que hacer las cosas sin hacerse cosa con las cosas; solo la danza, el devenir arte en movimiento de los cuerpos que hacen aquello que no saben, y que muestran no otra cosa que lo que son, sin velo, le proveyó de sustento a su investigación.
A una indagación similar Mariana Bellotto la llama “Antropología”. Colocada bajo el signo de la contemporaneidad, y orientada al “Paisaje” –es decir, a la naturaleza habitada, intervenida- propone la repotenciación de la antigua palabra que designaba la pregunta por el hombre y su razón, pero lo hace partiendo del punto de arribo de las investigaciones de Oiticica. Puesto que sus sujetos no son ya personajes caídos del mapa social sino solo personas cuyas vidas se han visto descalabradas por la panoplia del mundo moderno y buscan algún tipo de conexión reparadora, acaso imposible, no dejan de ser personajes con cierto halo trágico. Georg Simmel habló hace ya más de un siglo de la “tragedia de la modernidad”, que encapsula en un orbe de objetividades las pulsiones vitales con que se trama el cuerpo social, coartando su despliegue pleno. La tradición marxista hablaría de alienación y el pensamiento de la técnica describiría en páginas egregias el mal radical ya definitivamente instalado en sociedades que pasan a ser denominadas a partir de su pregnancia. En su pensamiento actuante Bellotto recoge esa impronta y la pone en tensión conmoviendo su estatuto: el desecho, la ruina, la basura, son marca y recordatorio viviente de que la historia aún no pasó del todo. Vitalizar los restos, conferirle nuevos sentidos, es uno de los posibles desenlaces de la situación epocal que ha agotado sus lenguajes, que ha estallado sus sentidos, y requiere no otra cosa que la mera mostración del ser en su nudez plena, casi abstracta, signada por un cambio de eje en la rotación del sujeto en torno del mundo. Hay así un animismo de los objetos que hablan no ya el idioma muerto de las mercancías sino la lengua secreta de los entes resignificados por su capacidad de articulación con las almas en pena en este purgatorio sacrificial que llamamos modo de producción capitalista. La pregunta fatídica por la libertad de los cuerpos y la abstracción de las mentes se vuelve entonces uno de los motivos que basculan en el drama fetichista que tramitamos en nuestro diálogo con las cosas. La Antropología del Paisaje dice su contemporaneidad en la suspensión del devenir: al aplicar un margen de detención a los cuerpos alumbra algo así como una verdad del mundo, ya descuajeringado, en el cual acaso late una brizna de esperanza redentora.