Moebius.
Tal vez haya sido Bach el involuntario inspirador de la cinta de Moebius, una paradoja topológica que anuda dimensiones que discurren paralelas en un eterno e imposible pero real retorno al origen. En sus ejercicios canónicos postuló un tiempo circular y reversible que al volver sobre sus pasos ejecuta siempre la misma melodía. Pocas metáforas más eficaces para pensar la historia en lo que de catástrofe recurrente tiene. Marx resumirá: una vez es tragedia, dos, farsa.
Durante la última dictadura se acuñaron imágenes institucionales que contenían en su propio seno una crítica implícita -e involuntaria- a sus propósitos en la medida en que derrapaban fácilmente hacia la parodia. Una de las más conocidas era aquella propaganda en la que un joven bien trajeado era interceptado en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la UBA por un militante de pelo largo que le alcanzaba los tres tomos de El capital, y, con tono cómplice, le decía: “leelo y mañana lo comentamos” (sic). La respuesta del joven impoluto era contundente: “yo vengo a estudiar”. Y el colofón amenazante era el latiguillo “¿usted sabe dónde está su hijo ahora?” que no solo abría sospechas sobre todo joven sino que además recordaba a quienes tenían amigos o familiares desaparecidos, que esa posibilidad aún regía con fuerza de ley. Paradoja múltiple, porque justamente el estado de derecho era lo vulnerado (conviene recordar la CAL, Comisión de Asesoramiento Legislativo, que emitía “leyes” de pretendida juridicidad en sustitución de la actividad parlamentaria). El Estado de Excepción -es decir, la soberanía absoluta sobre el cuerpo de la nación- habilitaba la masacre, abría las puertas a los chacales cebados que salían de cacería humana cada día sin que ningún tipo de juricidad los cuestionara. La frase “no hay derecho” era literal. El derecho era un facultad no ejercida en la Argentina. La Facultad de Derecho era un oximoron; un lugar donde la ley se volvía abstracta, utópica. Contrapuesta a la inscripción de la ley del terror en los cuerpos, como en los cuentos de Kafka. Los cuerpos de los desaparecidos caían al mar de los aviones, yacían en las mazmorras del régimen o eran sepultados en tumbas sin nombres. No había derecho para ellos. No lo hubo durante muchos años. Era lógico: ¿cuál es el derecho de los muertos? Y de los desaparecidos? Aquellos que, como decía Videla, no tienen entidad, nos están, están desaparecidos, pueden aspirar a un derecho que no sea póstumo?
Solo bajo la forma de reparación, décadas después, hubo el tardío efecto de la justicia. Pero esa justicia está amenanzada por su propia naturaleza: cómplice por acción u omisión, el sistema judicial bascula en sus designios de justicia tanto como en su vocación de servir al amo -aunque ese amo sea el fantasma del autoritarismo y la desigualdad más radical.
Pero algo que no sospechó Videla ni nadie es que el desaparecido es una potencia histórica. La víctima que solo habla a través de su cuerpo ausente invoca las palabras y los actos de aquellos que le sobrevivimos. Nos coloca en estado de deuda. En momentos de venalidad judicial, donde la posibilidad de retracción de la justicia alcanzada actualiza el delito de la desaparición, los cuerpos de los jóvenes muertos vuelven a rodar escaleras abajo de la Facultad de Derecho como en la secuencia cinematográfica de El acorazado Potemkin, bajo el signo del retorno punzante de la memoria convocada. Son cuerpos que interpelan, cuesta abajo en su rodada, las ilusiones pasadas y las por venir, cuestionando a la justicia, a sus sujetos, al canon retornante del terror que la justicia no supo impedir.
Guillermo David